Vidas ajenas

Casi cada noche, desde la atalaya de mi escritorio, escucho fragmentos de vidas ajenas. Los borrachos hablan muy alto.

No les presto demasiada atención, pero luego siempre me pregunto si no estaré desperdiciando argumentos para esa novela que nunca escribiré. Y entonces, imagino a un vecino que, como yo, enfrentado cada noche a su página en blanco, toma prestadas esas historias a voz en grito para una novela que pronto publicará.

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En la cumbre

Puede que hiciera 20 años desde la última y única vez que había alcanzado la cima de El Teide. Fue en mi tercer intento (hasta entonces me había vencido el mal de altura) y aquel día, contenta por la gesta que tanto había sufrido, me dije que esa también sería mi última vez allí.

Unos años después, me quedé a una etapa de la cima del Kilimanjaro. Los 4700 fueron mi tope, otra vez vencida por el aterrador mal de altura, y otra vez sintiendo que no tenía ninguna necesidad de subir montañas. Han pasado unos trece años desde entonces y mi mala memoria y el empeño de una amiga se aliaron para que hace dos días me encontrara al pie de Montaña Blanca con los 3718 de El Teide de nuevo como objetivo.

No sé si es posible que ahora, con 20 años más a mis espaldas, esté en mejor forma física que entonces o si tal vez sea que, con el paso del tiempo, mi cabeza me va poniendo menos trampas. El caso es que en las tres horas de ascenso hasta el Refugio de Altavista no hubo sufrimiento alguno. Lo sufrido fue la noche y los intentos vanos por conciliar el sueño. Las sábanas de papel ni se enganchan al colchón forrado de skay, ni el plástico es el mejor aliado del calor que prometía derretir las literas. Siete personas tratando de dormir  a 3250 metros de altura. Algo más de 3000 vueltas las que yo di en las largas horas de insomnio hasta que a las 5 de la madrugada (¡por fin!) tocaba levantarse, desayunar y salir a la conquista de la cima.

Caravana de linternas montaña arriba. Los que subieron de paseo, subestimando la dificultad del empeño, se fueron dando la vuelta poco a poco. Quizá todos debimos hacer lo mismo cuando, a no más de 200 metros del objetivo, el viento nos obligaba a la escalada a cuatro patas. Sufrí. El dolor de cabeza y los mareos aparecieron por momentos; y a mi lado siempre un extremo sentido del peligro gritándome “¡esto es una imprudencia!”

Había ya gente en la cima, Eli iba por delante y no parecía tener intención de darse la vuelta. Era su cumpleaños y yo llevaba una pseudo-tarta y una vela en mi mochila; quería darle la sorpresa sí o sí, así que, sí o sí, continué a cuatro patas tratando de ignorar esa voz que repetía cuan imprudente era enfrentarse a semejante intensidad de viento.

Llegué. A la espera unas 15 personas, todos refugiados en la roca, combatiendo el frío, el viento, y la preocupación por cómo habríamos de bajar de allí; todos mirando al este, impacientes por ver al sol aparecer sobre el horizonte. Saqué la magdalena que pretendía ser una tarta y simulamos soplar una vela que ni siquiera intentamos encender.

Tan pronto como tuvimos la circunferencia completa del sol a la vista, todos los recién graduados montañeros (cada cumbre es una graduación) comprendimos que no debíamos esperar un segundo más para iniciar el descenso. Hasta llegar a la estación del teleférico, las cuatro patas volvieron a tomar buena parte del protagonismo. Misión cumplida.

El descenso nos ocupó otras dos horas, tiempo en el que esperé que asomaran mis dolores habituales: rodillas, abductores, segundo dedo del pie ejerciendo de freno… ¡nada! Ninguno hizo aparición destacada. Y hoy, feliz, disfruto de las agujetas pensando que quizá esta no haya sido mi última vez en el pico más alto de España.

 

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Dos años

Hoy hace dos años que Tom tomó por asalto llegó a mi vida.

Durante mucho tiempo le di vueltas a la idea de adoptar un perro. Imaginé mil situaciones que pretendían recrear cómo sería mi vida con él. Poco de lo que imaginé se ha acercado a la realidad. No tenía ni idea.

Ahora sé que la relación con un perro no aparece mágicamente de la nada cuando este entra en casa. El perro no llega desparramando cariño, aprende las cuatro cosas que esperas de él y ya, amigos para siempre, todo perfecto. No, al menos en mi caso, ha sido mucho más complejo que todo eso.

No sé cómo funcionan las relaciones de confianza. Es él quien me va enseñando el camino. Pero por ahora, he descubierto que no basta con que le diga te quiero unas diez mil veces al día, ni con que, para refrendar ese amor, le dé todo el cariño del que soy capaz. Me ha costado entender que los tiros van más por reconocer y aceptar sus necesidades en cada momento, y que esas necesidades no necesariamente son siempre las mismas que las mías.

Tom no me recibe con una fiesta cuando llego a casa, no siempre quiere caricias y rara vez se sienta junto a mí en el sofá. He aprendido a respetar sus espacios en casa y a interpretar su mirada constante en la calle. Sé si quiere cruzar de acera y por qué, sé por qué ralentiza el paso o por qué lo acelera, sé qué le asusta, sé cuando necesita confianza para darse una carrera o cuando prefiere ir a mi pie. Aún me queda mucho por aprender, lo sé, pero también sé qué vivir junto a él es recorrer ese camino de aprendizaje… y de amor.

Mil veces me pregunto qué estará pensando, si será feliz… A veces me enfado porque no logro entender que en algunas situaciones no acabe de confiar en mí. O porque decide sentarse a dos metros de distancia cuando lo que yo querría sería sentir su calor. Le hablo constantemente, le pregunto qué le pasa, qué necesita… La mayor parte del tiempo tengo la sensación de que mantenemos una conversación; otras veces me parece que está muy callado y así se lo digo. Soy consciente de que puede parecer que voy un paso más allá de la cordura, pero prometo que no, que es el diálogo el que va mucho más allá de las palabras.

Ayer se sentó a mi lado y apoyó la cabeza sobre mi pierna. Le acaricié durante largo rato, muy quieta, no quería romper ese momento mágico. Si paraba, rápidamente me miraba implorando más caricias. De pronto caí en la cuenta de que no se trata solo de mí, de que de la misma manera que yo he necesitado tiempo para descifrarle, también él necesita ese tiempo para explorar los no pocos recovecos de mi forma de ser.

Ya no desespero, mas disfruto de sentir cómo vamos construyendo nuestra confianza caricia a caricia, paseo a paseo, día a día… Y pretendo no olvidarme jamás de que esto del querer va en dos direcciones.

Me queda muy claro además, que ante él, ante un perro, no hay escondite posible. Te das de bruces una y otra vez contra la persona que eres, te guste o no. Tal vez cariñosa, tal vez impaciente, emotiva, malhumorada, vergonzosa… tal vez despistada, poco expresiva, insegura, nerviosa… lo que sea: ¡No hay escondite! A poco que estés atenta, te hace saber quién eres. Sin juzgar. Y eso, me parece a mí, es muchísimo que agradecer a quien comparte contigo día y noche.

Hace dos años presenté a Tom diciendo… “este cachorro es el nuevo centro de mi universo”. Que poco podía yo imaginar entonces hasta qué punto eso llegaría a ser así. Este es Tom hoy: sin él mis días no giran.

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En una mirada

Observo que me observan, me juzgan y me condenan. Todo en una sola mirada: la mía.

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Señales inequívocas

Si me da por negar lo que mi cabeza insiste en pensar, ahí está mi cuerpo mostrándome señales inequívocas.

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Un año

Examino qué le ha ocurrido a mi percepción de mi misma tras este año de cambio vital y descubro que todo cuanto antes sirvió para esconder mis inseguridades, ahora solo entorpece, oculta a la persona que soy, alguien que ya no sólo no teme ser vista, sino que ansía serlo.

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Alrededores en Semana Santa

Semana Santa 2016, San Cristóbal de La Laguna. Tenerife.

Semana Santa 2016, San Cristóbal de La Laguna. Tenerife.

Semana Santa 2016, San Cristóbal de La Laguna. Tenerife.

Semana Santa 2016, San Cristóbal de La Laguna. Tenerife.

Semana Santa 2016, San Cristóbal de La Laguna. Tenerife.

 

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Te soñé

Me apresuro a escribir algo que me recuerde cómo te soñé. Quiero aferrarme a la emoción intensa que cobró vida en sueños y que se desvanece ahora que tú eres tú y yo solo alguien que te sueña.

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Escudos

En aquella ocasión, ni siquiera la cámara sirvió de escudo a mis ansiedades.
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Sonreír

Sé que por ahora todo cuanto debo hacer es sonreír y dar las gracias a un dios abstracto por otorgarme la capacidad de amar a las personas que aparecen en mi vida.

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