Dos años

Hoy hace dos años que Tom tomó por asalto llegó a mi vida.

Durante mucho tiempo le di vueltas a la idea de adoptar un perro. Imaginé mil situaciones que pretendían recrear cómo sería mi vida con él. Poco de lo que imaginé se ha acercado a la realidad. No tenía ni idea.

Ahora sé que la relación con un perro no aparece mágicamente de la nada cuando este entra en casa. El perro no llega desparramando cariño, aprende las cuatro cosas que esperas de él y ya, amigos para siempre, todo perfecto. No, al menos en mi caso, ha sido mucho más complejo que todo eso.

No sé cómo funcionan las relaciones de confianza. Es él quien me va enseñando el camino. Pero por ahora, he descubierto que no basta con que le diga te quiero unas diez mil veces al día, ni con que, para refrendar ese amor, le dé todo el cariño del que soy capaz. Me ha costado entender que los tiros van más por reconocer y aceptar sus necesidades en cada momento, y que esas necesidades no necesariamente son siempre las mismas que las mías.

Tom no me recibe con una fiesta cuando llego a casa, no siempre quiere caricias y rara vez se sienta junto a mí en el sofá. He aprendido a respetar sus espacios en casa y a interpretar su mirada constante en la calle. Sé si quiere cruzar de acera y por qué, sé por qué ralentiza el paso o por qué lo acelera, sé qué le asusta, sé cuando necesita confianza para darse una carrera o cuando prefiere ir a mi pie. Aún me queda mucho por aprender, lo sé, pero también sé qué vivir junto a él es recorrer ese camino de aprendizaje… y de amor.

Mil veces me pregunto qué estará pensando, si será feliz… A veces me enfado porque no logro entender que en algunas situaciones no acabe de confiar en mí. O porque decide sentarse a dos metros de distancia cuando lo que yo querría sería sentir su calor. Le hablo constantemente, le pregunto qué le pasa, qué necesita… La mayor parte del tiempo tengo la sensación de que mantenemos una conversación; otras veces me parece que está muy callado y así se lo digo. Soy consciente de que puede parecer que voy un paso más allá de la cordura, pero prometo que no, que es el diálogo el que va mucho más allá de las palabras.

Ayer se sentó a mi lado y apoyó la cabeza sobre mi pierna. Le acaricié durante largo rato, muy quieta, no quería romper ese momento mágico. Si paraba, rápidamente me miraba implorando más caricias. De pronto caí en la cuenta de que no se trata solo de mí, de que de la misma manera que yo he necesitado tiempo para descifrarle, también él necesita ese tiempo para explorar los no pocos recovecos de mi forma de ser.

Ya no desespero, mas disfruto de sentir cómo vamos construyendo nuestra confianza caricia a caricia, paseo a paseo, día a día… Y pretendo no olvidarme jamás de que esto del querer va en dos direcciones.

Me queda muy claro además, que ante él, ante un perro, no hay escondite posible. Te das de bruces una y otra vez contra la persona que eres, te guste o no. Tal vez cariñosa, tal vez impaciente, emotiva, malhumorada, vergonzosa… tal vez despistada, poco expresiva, insegura, nerviosa… lo que sea: ¡No hay escondite! A poco que estés atenta, te hace saber quién eres. Sin juzgar. Y eso, me parece a mí, es muchísimo que agradecer a quien comparte contigo día y noche.

Hace dos años presenté a Tom diciendo… “este cachorro es el nuevo centro de mi universo”. Que poco podía yo imaginar entonces hasta qué punto eso llegaría a ser así. Este es Tom hoy: sin él mis días no giran.

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *